Andreas Cellarius. Harmonia Macrocosmica, 1660.
La
naturaleza del tiempo es ante todo cíclica, y en modo alguno lineal como hoy en
día se la considera habitualmente. En verdad la concepción lineal del tiempo, y
su representación por medio de una línea recta, es exclusiva del hombre
moderno, que parte de la hipótesis errónea de un tiempo cuantitativo, de un
continuo indefinido que transcurre de manera uniforme (sin solución de
continuidad), ignorando los elementos cualitativos que en verdad lo componen,
siendo uno de los más importantes el de su periódica y perenne regeneración.
Por consiguiente, más exacta sería su representación por medio de un círculo,
que es como siempre se ha figurado en realidad al tiempo en todos los pueblos
tradicionales. La doctrina tradicional de los ciclos, o Ciclología, constituye
una ciencia conocida desde la más remota antigüedad, y de la que hoy en día
apenas nada se sabe, aunque esto no signifique que haya dejado de existir el
objeto al que ella se refiere, que no es otro que el tiempo y los períodos de
su manifestación, los que determinan el proceso histórico de las civilizaciones
y las culturas humanas en íntima relación con la geografía. Dicho estudio nos
ofrece una extraordinaria oportunidad de conocer la estructura viva del cosmos,
de su arquitectura sutil, considerada como un mandala o un Todo perfectamente
ensamblado cuya forma, nacida de un Centro Arquetípico, es la expresión de las
armoniosas proporciones entre sus diferentes partes, o ciclos. [1]
Como
nos recuerda Gaston Georgel en Les Rythmes dans l'Histoire, la palabra
ciclo proviene del griego "kiklos", que precisamente quiere decir
círculo, y por extensión "movimiento circular", que incluye también
una cadencia rítmica, regular y armoniosa, como la que describen todos los
cuerpos celestes en sus revoluciones periódicas, comprendidos los movimientos
de rotación y de traslación de la tierra, el primero originando la alternancia
de los días y las noches (al girar sobre sí misma), y el segundo el ciclo anual
(al girar en torno al sol), con sus estaciones de invierno, primavera, verano y
otoño, las cuales están en correspondencia con los cuatro puntos cardinales:
norte, este, sur y oeste, respectivamente. Esa noción de ritmo aplicada a la
medición del tiempo conduce necesariamente a la de número, como lo indica muy
bien la palabra igualmente griega "arithmos", que quiere decir
medida, y cuyo significado es precisamente número; de ahí aritmética, la
ciencia de los números. En efecto, la observación de las revoluciones astrales
permitió desde muy antiguo establecer las primeras pautas y medidas del tiempo,
desde las más sencillas (el día, el mes, el año y el siglo) hasta las más
complejas, como es el caso de la precesión de los equinoccios, que se refieren
a medidas de tiempo mucho más extensas, como los ciclos cósmicos.
Sin
embargo, entre todos los ciclos existen rigurosas correspondencias y analogías,
es decir proporciones y relaciones mutuas, de tal manera que un ciclo pequeño
reproduce en su escala las mismas fases de un ciclo más grande, y viceversa.
Esto se aprecia particularmente en el ciclo del año, al que podemos considerar
como un modelo en su escala de los grandes ciclos cósmicos. De hecho la
expresión "Gran Año", empleada por muchas culturas antiguas, como la
griega o la caldea, alude precisamente a uno de esos ciclos, concretamente al
que hace referencia a la precesión de los equinoccios (25.920 años), y más
exactamente a su mitad, o sea 12.960 años, y que supone una medida
fundamental para conocer la duración del ciclo completo de la humanidad,
llamado Manvantara en el hinduismo, y que según los datos
tradicionales es de 64.800 años.
Por
otro lado, todos los números cíclicos están vinculados a la división geométrica
del círculo, como se advierte por ejemplo en la rueda zodiacal. Esta rueda es
imaginaria, y supone la división en doce partes iguales de la línea de la
eclíptica, trazada por el recorrido aparente que el sol cumple anualmente
alrededor de la tierra, aunque es ésta como sabemos la que se mueve en torno al
sol. Cada una de esas doce partes tiene 30º, lo que da el total de 360º (= 12 x
30), que son los de la circunferencia misma. Cada grado de esa circunferencia
comprende 72 años (72 x 360 = 25.920 años), y entonces 30 de esos grados
comprende una “era zodiacal”, es decir 2.160 años (30 x 72 = 2.160). Hablando
del ciclo de 2.160 años diremos que este es llamado "Gran Mes" en
algunas tradiciones, pues el sol en su recorrido precesional tarda justamente
2.160 años en recorrer un signo zodiacal, atravesando también las doce
constelaciones, que llevan los mismos nombres que los signos. Es el recorrido
por esas constelaciones el que determina estas eras, a las que siempre se ha
concedido una gran importancia al considerárselas como "ciclos de
civilización".
Precisamente
la rueda zodiacal es considerada como el "reloj cósmico" por
excelencia, de ahí que sea sobre todo un símbolo y una idea-fuerza. En efecto,
ella regula, ordena y hace inteligible para el hombre, la recurrencia periódica
del acontecer cíclico, al traducirlo cronológicamente con medidas exactas de
tiempo, ya se trate del año o de la precesión de los equinoccios, expresando
así a nivel sensible el orden invariable de las leyes sutiles que gobiernan la
"máquina del mundo". Este fenómeno astronómico de la precesión de los
equinoccios es el resultado de un tercer movimiento de la tierra distinto al de
rotación y de traslación, el cual es ocasionado por las diferentes atracciones
gravitacionales que ejercen el sol, la luna y los planetas sobre la banda
ecuatorial terrestre. Pero de la Precesión de los equinoccios y las Eras Zodiacales hablaremos más extensamente en otros capítulos.
En
términos generales todo ciclo representa el proceso de desarrollo de un estado
cualquiera de manifestación, ya se trate del estado de un ser o de un mundo, y
en el caso de la historia humana, del proceso de sus culturas y civilizaciones
sometidas, en su realidad horizontal, a las leyes inexorables de los ritmos y
ciclos cósmicos. Hemos dicho anteriormente que esa historia, desde su principio
hasta su fin, está comprendida dentro del Manvantara, el cual se
divide en cuatro edades o períodos, siguiendo así el modelo cuaternario de todo
ciclo. Pero a su vez el Manvantara está comprendido dentro de
un ciclo más grande, llamado Kalpa, el cual representa el
desarrollo completo de un mundo. No existe un ciclo más extenso que el Kalpa,
pues él contiene en su inmensidad temporal todos los ciclos de ciclos posibles.
Un Kalpa contiene catorce Manvantaras, divididos
en dos series septenarias. Según la tradición hindú nuestro Manvantara actual
es precisamente el último de la primera serie, y todavía faltarían siete más
para que finalice el presente Kalpa. Al final de éste se produce lo
que se denomina un pralaya, que representa una disolución o
reabsorción del tiempo cósmico en el seno de Brahma, el dios
creador. Se dice que un pralaya dura tanto como un Kalpa,
y si éste es un día de Brahma, un pralaya es una noche. Pero
tras esa noche, un nuevo Kalpa nace, y a un Kalpa sucede
otro, en forma indefinida, y todo el conjunto de Kalpas constituye
el desarrollo íntegro de la existencia universal, conformando así la
"cadena de los mundos", compuesta de 360 Kalpas o un
"año de Brahma", finalizado el cual acaece un Mahapralaya,
la "gran disolución". La vida de Brahma es de 108 de
esos años, pero cuando un Brahma se acuesta, otro se levanta,
y su número no tiene fin, y a este respecto dice un texto hindú: "¿Tendrás
la presunción de contarlos?"[2]
Ante la perspectiva de la inmensidad de un tiempo que se agota y renace indefinidamente, no tenemos más remedio que relativizar nuestro propio tiempo particular e individual, que se nos revela como totalmente ilusorio y evanescente ante la asombrosa realidad de los grandes ciclos cósmicos. Pero no podemos sustituir una ilusión por otra ilusión, pues en el fondo de lo que se trata es de concebir que más allá de ese encadenamiento sin fin, de esa perpetuidad cíclica, existe una realidad inmutable: el dominio del Ser y los principios eternos, no sujetos al cambio y al devenir. Lo que queremos decir es que el conocimiento de la verdadera naturaleza del tiempo cíclico se ha de convertir en un soporte simbólico significativo que nos permita acceder a esa realidad, dado que nada de lo que se manifiesta tiene su fin en sí mismo, sino que es tan sólo el reflejo de las causas que permiten el desarrollo de su existencia dentro de un enmarque inteligente e inteligible, y que no es otro que el propio cosmos. En este sentido, un componente esencial de todas las cosmogonías tradicionales es el tiempo mítico, que en verdad es un no-tiempo al referirse siempre a los orígenes anteriores al tiempo, pues como dice René Guénon también existen orígenes atemporales. A ellos aluden constantemente todos los mitos creacionales, que se constituyen en un centro o eje fijo en torno al cual se ordena y desarrolla la vida y la cultura de una civilización tradicional. El tiempo mítico es el tiempo sagrado, el tiempo real y verdadero, aquel en el que los dioses hablan a los hombres y les revelan lo esencial, lo que han de saber para que su existencia, es decir su propia historia y realidad personal, signifique algo más que una anécdota en el inmenso océano de lo creado, en constante devenir.
Ante la perspectiva de la inmensidad de un tiempo que se agota y renace indefinidamente, no tenemos más remedio que relativizar nuestro propio tiempo particular e individual, que se nos revela como totalmente ilusorio y evanescente ante la asombrosa realidad de los grandes ciclos cósmicos. Pero no podemos sustituir una ilusión por otra ilusión, pues en el fondo de lo que se trata es de concebir que más allá de ese encadenamiento sin fin, de esa perpetuidad cíclica, existe una realidad inmutable: el dominio del Ser y los principios eternos, no sujetos al cambio y al devenir. Lo que queremos decir es que el conocimiento de la verdadera naturaleza del tiempo cíclico se ha de convertir en un soporte simbólico significativo que nos permita acceder a esa realidad, dado que nada de lo que se manifiesta tiene su fin en sí mismo, sino que es tan sólo el reflejo de las causas que permiten el desarrollo de su existencia dentro de un enmarque inteligente e inteligible, y que no es otro que el propio cosmos. En este sentido, un componente esencial de todas las cosmogonías tradicionales es el tiempo mítico, que en verdad es un no-tiempo al referirse siempre a los orígenes anteriores al tiempo, pues como dice René Guénon también existen orígenes atemporales. A ellos aluden constantemente todos los mitos creacionales, que se constituyen en un centro o eje fijo en torno al cual se ordena y desarrolla la vida y la cultura de una civilización tradicional. El tiempo mítico es el tiempo sagrado, el tiempo real y verdadero, aquel en el que los dioses hablan a los hombres y les revelan lo esencial, lo que han de saber para que su existencia, es decir su propia historia y realidad personal, signifique algo más que una anécdota en el inmenso océano de lo creado, en constante devenir.
Mapa celeste, signos del zodíaco y mansiones lunares. Manuscrito del Zubdat at Tawarikh. Museo de Topkapi, Turquía, siglo XVI.
En
su libro Mitos y Símbolos de la India[3] el historiador
Heinrich Zimmer recoge un relato hindú donde se cuenta una de esas historias
ejemplares que permiten la ruptura del tiempo reincidente y la posibilidad de
actualizar aquí y ahora ese tiempo mítico y sagrado, que siempre "es"
y no cambia nunca. Se trata de las aventuras acaecidas a Indra, el
rey de los dioses, el cual siente un orgullo desmedido tras vencer al
dragón Vrtra, que representa el caos primigenio anterior al orden
cósmico. Para celebrar su victoria, Indra manda al dios
arquitecto Visvakarman construir el más bello palacio jamás
visto. Pero Indra nunca se siente satisfecho, lo que acaba con
la paciencia de Visvakarman, quien se queja a Brahma,
el cual promete interceder en su ayuda ante Vishnu, el dios
conservador. Vishnu acepta, y tras transformarse en un niño
harapiento visita a Indra en su palacio, dispuesto a sanarlo
de su orgullo y devolverlo a la realidad. Sin revelarle su identidad, Vishnu le
habla de los innumerables Indras que hasta ese momento han
poblado los innumerables universos, cada uno con sus indefinidos Manvantaras y Kalpas,
es decir le muestra la naturaleza del tiempo cíclico, que siempre cambia y
nunca "es". En un momento dado aparece en el palacio una procesión de
hormigas, y ante esa visión Vishnu suelta una gran carcajada.
Cada una de esas hormigas fue en su momento un Indra, dice Vishnu.
En virtud de sus acciones pasadas cada una de esas hormigas ascendió al rango
de rey de los dioses, pero ahora, tras multitud de transmigraciones cada uno se
ha convertido otra vez en hormiga. Indra comprende entonces el
error de su vanidad y orgullo, recompensa abundantemente a Visvakarman y
renuncia a agrandar su palacio.
En Imágenes y Símbolos[4] Mircea Eliade resume el texto de Zimmer y reflexiona posteriormente sobre su contenido. En este mito, señala Eliade, Indra recibe de Vishnu una historia verdadera:
En Imágenes y Símbolos[4] Mircea Eliade resume el texto de Zimmer y reflexiona posteriormente sobre su contenido. En este mito, señala Eliade, Indra recibe de Vishnu una historia verdadera:
La
verdadera historia de la creación y destrucción eterna de los mundos, al lado
de la cual su propia historia, las aventuras heroicas sin fin que culminan en
la victoria sobre Vrtra parecen ser, en efecto, 'historias falsas', es decir
carentes de significación trascendente. La historia verdadera le
revela el Gran Tiempo, el tiempo mítico, que es la verdadera fuente de todo ser
y de todo acontecimiento cósmico. Porque puede superar su 'situación'
condicionada históricamente, y porque logra romper el velo ilusorio creado por
el tiempo profano, es decir, por su propia 'historia', Indra sana de su orgullo
y su ignorancia; en términos cristianos, se 'salva'. Y esta función redentora
del mito no sólo vale para Indra, sino también para cada uno de los humanos que
oyen su aventura. Trascender el tiempo profano, encontrar el Gran Tiempo
mítico, equivale a una revelación de la realidad última. Realidad estrictamente
metafísica, a la que no puede llegarse sino a través de los símbolos y los mitos.
En
la perspectiva del Gran Tiempo, continúa Eliade, toda existencia es precaria,
evanescente, ilusoria. Consideradas sobre el plano de los ciclos y ritmos
cósmicos mayores, sobre el plano de los Kalpas y los Manvantaras,
resultan efímeras, y en cierto modo irreales, no sólo la existencia humana y la
historia en sí misma –con todos los Imperios, Dinastías, Revoluciones y
contra-revoluciones sin fin–, sino que también el Universo mismo se vacía de
realidad porque los Universos nacen continuamente de los innumerables poros del
cuerpo de Vishnu, y desaparecen como una pompa de aire que estalla en la
superficie de las aguas. La existencia en el tiempo, ontológicamente es una
inexistencia, una irrealidad. Esta mesa es irreal no porque no exista en el
sentido propio del término, porque fuera una ilusión de nuestros sentidos, ya
que no es una ilusión: existe en este preciso momento; esta mesa es ilusoria
porque ya no existirá dentro de 10.000 ó de 100.000 años. El mundo histórico,
las sociedades y civilizaciones construidas penosamente por el esfuerzo de
millares de generaciones, todo eso es ilusorio, porque en el plano de los
ritmos cósmicos, el mundo histórico dura el espacio de un instante.
En la inmensidad
de los grandes ciclos, el tiempo de una vida particular es, en efecto,
insignificante. Y sin embargo reconocer este hecho es situar precisamente esa
vida en su auténtica dimensión y en el lugar que le corresponde dentro del
concierto de la existencia cósmica, pues como dice finalmente Eliade,
lo
importante no es siempre renunciar a la situación histórica, esforzándose en
vano por alcanzar el Ser universal, sino conservar constantemente en el
espíritu las perspectivas del Gran Tiempo, mientras en el tiempo histórico se
continúa realizando el propio deber.[5]
En el marco de una cultura arcaica y tradicional ese deber consiste esencialmente en el cumplimiento por parte del ser humano "de lo que fue hecho en el origen", es decir en vivenciar y actualizar en el tiempo histórico (mediante su ritualización periódica) la realidad sagrada manifestada en el relato mítico, realidad expresada también a través de los códigos simbólicos (igualmente revelados) como vehículos sensibles que son de las ideas y los principios universales.[6] Es de esta manera como la historia, y la existencia humana, adquiere un sentido superior y trascendente, viviendo de acuerdo a esa enseñanza y teniendo la conciencia permanente del "Centro del Mundo" y su conexión constante con él mediante la comprensión de lo revelado por los mitos y los códigos simbólicos, que, en efecto, articulan y estructuran todas las manifestaciones de una cultura tradicional (su arte, su ciencia, su filosofía, su cosmogonía y su metafísica), ya sea en las más primitivas y arcaicas como en las grandes civilizaciones históricas.
En palabras de Guénon, ese "Centro del Mundo" (que es simultáneamente el "centro del tiempo" y el "centro del espacio") es atravesado por el sûtrâtmâ o "hilo de Âtmâ", es decir por el Gran Espíritu, y constituye el eje vertical o "hálito sutil" que sostiene a los mundos y a todos los seres manifestados, a los que hace subsistir y sin el cual no podrían tener realidad alguna ni existir en ningún modo. Y a continuación añade:
Cada
mundo, o cada estado de existencia, puede representarse por una esfera que el
hilo atraviesa diametralmente, de modo de constituir el eje que une los dos
polos de la esfera; se ve así que el eje de este mundo (o de cualquier ciclo de
manifestación) no es, propiamente hablando, sino un segmento del eje mismo de
la manifestación universal, y de este modo se establece la continuidad efectiva
de todos los estados incluidos en esa manifestación. [7]
[1] La
figura de la serpiente mordiéndose, o devorándose, la cola (por ejemplo la
serpiente uroboros de la alquimia) simboliza perfectamente la idea del tiempo
cíclico renovándose perennemente. En todas las tradiciones la serpiente es un
símbolo de la perpetuidad cíclica, que se visualiza como una espiral enroscada
en torno al Eje del Mundo. Ver a este respecto el capítulo XXV: "El Arbol
y la Serpiente" de El Simbolismo de la Cruz, de René
Guénon.
Igualmente,
sobre la auténtica naturaleza del tiempo ver "El Ser del Tiempo.
Simbolismo de los calendarios", de Federico González, que conforma también
el cap. III de Simbolismo y Arte. Ahí leemos lo siguiente:
"Las sociedades que crearon los calendarios, y de las que heredamos el
nuestro, comprendían el tiempo como recurrente, y sobre todo, como
constituyendo parte esencial de la misma Creación Universal (macrocosmos), es
decir, como integrando el ser del hombre (microcosmos), y por lo tanto como
algo que no está fuera y puede ser objetivamente enunciado o medido, como una
categoría del ser, sino el Ser mismo, el En Sí Mismo, en toda la potencia universal
contenida en la propia idea del Tiempo como símbolo móvil de lo Eterno e
Inmóvil; de lo cual da cuenta el milagro original de la Memoria y las
correspondencias que guardan los seres, las cosas y los sucesos en general, los
que los hace distintos y significativos y por ello también interdependientes y
no excluyentes. Para una visión tradicional, el Tiempo es el soplo vital, el
Gran Cohesionador de lo creado, y es absolutamente natural que su expresión
gráfica sea la de una circunferencia, que al limitar un espacio configura un
círculo, una primera figura plana, tanto de un espacio original, como del ciclo
en que es vivido, o revivificado, por la acción espontánea del tiempo,
generador permanente del movimiento y las leyes que lo rigen y en total
correspondencia, como no podía dejar de estarlo, con sus propios orígenes, con
su razón de ser; con el Ser del Tiempo como supuesto de todo lo creado".
Asimismo
no debemos olvidarnos de otra obra fundamental: El Tiempo y la
Eternidad, de Ananda K. Coomaraswamy, que aborda el tema a través de las
tradiciones hindú, budista,
griega, cristiana e islámica.
[2] El número
de "años" de Brahma, 108, es también el de las cuentas del rosario
hindú y tibetano, el cual es considerado como un símbolo de la "cadena de
los mundos". El número 108 es uno de los números cíclicos fundamentales,
junto a todos aquellos que representan subdivisiones del gran ciclo de la
precesión de los equinoccios. Ver "La cadena de los mundos", cap. LXI
de Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada. También Federico
González: El Simbolismo de la Rueda, cap. VII, "Ciclos y
ritmos". Añadiremos que en el simbolismo temporal los ciclos (ya
sean kalpas, Manvantaras o yugas)
representan estados del Ser Universal, "aunque el tiempo –tanto como el
espacio– no sea en realidad sino una condición propia de uno de ellos, de tal
manera que la sucesión no es aquí más que la imagen de un encadenamiento
causal" (R. Guénon, El Rey del Mundo, cap. XII, nota 3.
También en Formas Tradicionales y Ciclos Cósmicos, cap. I).
Es decir, que en el Ser Universal mismo todos esos ciclos o estados se viven
como simultáneos, y sólo toman el aspecto sucesivo y encadenado en el devenir
temporal. Como decía Platón "El tiempo es la imagen móvil de la Eternidad,
imita a la Eternidad".
[5] Esto es
una forma de vivir la síntesis entre la contemplación y la acción, que no
tienen por qué oponerse, como no se oponen el centro y la circunferencia, sino
que son complementarios, si bien la contemplación es siempre superior a la acción.
[6] Los
símbolos son los intermediarios entre el mundo del devenir y la realidad
inmutable de las ideas, y por tanto constituyen el lenguaje cifrado con que los
dioses se comunican con los hombres, y recíprocamente los hombres con los
dioses cuando ellos encarnan verdaderamente, es decir hacen efectivo en sí
mismos, lo revelado por el símbolo. De ahí el carácter sagrado de éste y el por
qué siempre ha sido el medio de expresión de la Ciencia Sagrada.
[7] "La
cadena de los mundos", en Símbolos Fundamentales de la Ciencia
Sagrada.